LA VISION DE LA NUEVA JERUSALÉN
En una noche de cansancio y de insomnio, Nolasco vislumbró la nueva Jerusalén del gozo compartido. Y comprendió. Somos eternos peregrinos hacia la Jerusalén celeste, caminantes sin descanso hacia la patria añorada. Vamos haciendo camino al andar, como afirmó Machado, aunque ya alguien –Cristo- se manifestó como camino. Pero caben diversos senderos que se alejan, a veces, para volver después al camino real. Nolasco pasó por indecisiones a la hora de elegir su propio camino vocacional. Los hagiógrafos las sitúan en diversos momentos de su vida. ¿Qué hombre no las tiene? ¿Es mejor la vida activa o contemplativa? ¿Inmiscuirse en los conflictos de la sociedad o retirarse a la dulce soledad? ¿Ser monje o redentor? Y una vez elegido el camino, fruto siempre de una decisión personal, del ejercicio de nuestra libertad, de una opción selectiva y arriesgada, caben cambios de dirección. Nolasco, el redentor, amante de la libertad de los demás, sufría viendo hasta qué punto su acción liberadora no suprimía el mal de raíz. Le dolía comprobar cómo, después de esfuerzos inauditos –suyos y de sus compañeros mercedarios- no desaparecía la ignominiosa lacra de la cautividad. Cuando estos pensamientos torturaban su conciencia, otra imagen visionaria viene a iluminar su horizonte: la visión de la Jerusalén celeste, que ha sido objeto de varios artistas, entre ellos, de un modo muy destacado, de Zurbarán. Nolasco entiende que, siempre que la elección esté centrada en la ciudad dichosa, cualquier camino es válido. La luz proyectada por la visión de la Jerusalén celestial disipa nubarrones en el camino vocacional. También aquí la leyenda es aleccionadora.
LA VIRGEN DE LA MERCED PRESIDIENDO EL CORO
Dice la leyenda que Nolasco había pasado la noche preocupado, sin dormir apenas, considerando cómo la cautividad extiende sus garras sobre la inocencia de las gentes y vuelve impotencia nuestros pequeños gestos. Era demasiado grande la cautividad para ponerle freno con la ingenuidad de unos cuantos frailes y las limosnas recogidas por las veredas de los pueblos. En estos pensamientos andaba cuando le venció el sueño, apenas rozaba el amanecer con sus dedos la mejilla del horizonte. La madrugada parecía un remanso de paz y nadie en aquel convento tocó la campana que convocaba a la oración de maitines a todos los frailes redentores. De repente, como un suspiro, Pedro Nolasco se despertó acariciado por un rayo de sol que penetraba por la ventana de su celda en aquel viejo hospital y convento de Santa Eulalia que el rey Jaime I había regalado a la Orden como signo de su afecto y de su apoyo incondicional. Pensó que todos los frailes estarían ya en el coro, rezando maitines, mientras él se había quedado dormido. Se levantó aprisa, se lavó apenas la cara y salió disparado para el coro con el deseo de llegar al menos al final de la oración. Cuál sería su sorpresa cuando entró en el coro y vio a la Virgen, con el libro de las horas, rezando el oficio divino rodeada de ángeles. Jamás olvidaría Nolasco aquella visión ¿o aquel sueño?. María de la Merced fue desde aquel instante “La Comendadora” de la comunidad y su imagen preside, desde entonces, el coro y la oración de sus hijos mercedarios. Ella es, al lado de su Hijo en la cruz, el centro de nuestra vida, el estímulo de nuestras mejores esperanzas, la voz tierna que nos dice “Haced lo que Él os diga”. Nuestra familia lleva su nombre y profesa un amor inmenso a quien es fundadora y protectora de nuestra historia. Nuestra Orden sin ella, pierde su nombre, su consuelo y su mejor esperanza. Ella es y será siempre “La Comendadora” de nuestra fraternidad.
EL OLIVO DE NOLASCO
Nolasco y su obra se identificaban con la oliva. En medio de la aridez circundante, ella mantiene el verdor permanente de la esperanza y el fruto ansiado, que -después de ser triturado en el lagar del dolor- se transforma en el óleo de la consagración, en el aceite de suave fragancia y permanente alivio. Era un atardecer cárdeno y triste. Llegaba el redentor con su fatiga a cuestas, después de consumir sus ahorros en canjear cautivos y visitar mazmorras día y noche. El cansancio le venció, finalizada ya su oración, y en el recinto estrecho de su morada, tuvo el siguiente sueño: Se encontraba en un atrio, bajo un inmenso olivo, una oliva gigante que le cubría maternalmente, con el verde perenne de sus ramas. Se sentía inmerso en el lugar ameno, bajo el amparo de la vida pujante y multiforme. Pero de pronto llegan hombres siniestros, que con sus hachas intentan desmochar la oliva, cortarla de raíz y aniquilarla. Otros aparecen a su vera para ayudarle a preservar su vida de tamaño crimen ecológico. Nolasco -en su visión onírica- se siente maniatado, impotente, sin fuerzas para actuar. Está arrobado en la visión contemplativa. Escucha el recio golpe de las hachas sobre el tronco y las ramas. Ve las heridas crueles causadas por impulsos destructores. Sufre, a cada hachazo, como si se clavara en su misma carne. Se siente indefenso ante el mal en acción. Es entonces cuando los hombres buenos impiden que la oliva se aniquile, con su acción bienhechora. Y todos, asombrados, contemplan cómo se realiza el prodigio: A cada rama desgajada, a cada golpe en la raíz, retoñan nuevos brotes, se multiplican las raíces. La oliva era más fuerte que las fuerzas del mal. La vida era más fuerte que la muerte. La oliva retoñante no tenía nada que temer a la crueldad despiadada y destructora. Las heridas provocadas en sus viejas ramas provocaban retoños juveniles, energías renovadas, más vida y más frondosa variedad de brotes vigorosos. Guardó siempre Pedro Nolasco la impresión de esta imagen en su mente. Se esforzó en descifrar este emblema, visualizado en sueños y grabado en su fina sensibilidad. Fue comprobando a lo largo de su acción redentora cómo las fuerzas del mal no podrán nunca contra la Iglesia de Cristo. A partir de este sueño luminoso. Venció Nolasco toda tentación de pesimismo o desesperanza. Venció desde entonces la tentación de la tristeza: Sí, ¡un santo triste es un triste santo!
EL ENJAMBRE EN SUS MANOS
Nació el niño Nolasco y le pusieron por nombre Pedro. Y, aunque era piedra, pronto supo de miel y de susurros melodiosos. Cuenta la leyenda que, siendo aún bebé, un enjambre de abejas emigrantes –en busca de colmena- aterrizó en la palma de sus manos, que se abrieron gozosas para acogerlas. Siempre fue Nolasco el de manos abiertas, no el de puño cerrado. Y en sus manos abiertas las abejas fabricaron panales de miel pura. El niño se extasiaba contemplando el vuelo apresurado de las dulces abejas y alguna vez se llevaba a los labios un dedito de miel, embadurnando su cara de ese néctar, de ese “oro potable”, el mismo que más tarde ofrecería al cautivo esclavizado, para aliviar su amarga condición. Cuando se hizo mayor, quienes lo vieron cuentan cómo seguía abriendo sus manos, puertas y corazones, para acoger y dar consuelo a todos. ¿Era un presagio de su vocación el enjambre en sus manos? ¿Se creó la leyenda para ilustrar su vida redentora, que tantas amarguras aliviaba? Nosotros contemplamos hoy sus manos con un panal dorado y sabrosísimo. Y esas manos de niño son las manos de todos los demás, de cada niño que –al venir a este mundo endurecido, hostil- recrea las caricias y anuncia la ternura. Las manos de un niño son una de las maravillas de la creación. En ellas está vivo el espíritu encarnado, se remansa la inteligencia en acción. Cerradas, como un diminuto corazón, o abiertas, como una flor de cinco pétalos, están siempre mendigando ternura, atesorando sensaciones nuevas. Manos acariciantes, suplicantes, aferrándose tercamente a cualquier objeto cercano, para apresar la vida que se estrena, para adquirir la certeza de que no se está solo, que siempre hay alguien o algo en cercanía amiga. Comenzamos a vislumbrar la belleza de la leyenda mercedaria del enjambre de abejas, que fabrica un panal dorado de dulcísima miel en las manos del niño Pedro Nolasco. Como premonición, como presagio, como temprana profecía de su admirable vocación de dulzura compartida, de amor ofrecido generosamente para lograr la libertad del cautivo, esa dulzura sin par del ser humano. ¡Mira a tus manos, tan vacías, pero cargadas de posibilidades, hasta convertirlas en susurro de abejas creadoras, en miel para tu hermano!